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Proyecto de Ley

Artículo 1°: El Poder Ejecutivo ordenará, a través de la repartición que corresponda, el traslado del monumento al General Julio Argentino Roca actualmente emplazado en la Avenida Diagonal Sur y Perú. El destino del mismo será la estancia “La Larga”, propiedad de la familia Roca, en la localidad bonaerense de Daireaux.
Art. 2°: En la plazoleta Ricardo Tanturi, donde se halla emplazado actualmente dicho monumento, se emplazará un Monumento a la Mujer Originaria.
Art. 3° – Cúmplase con lo establecido en los artículos 89 y 90 de la Constitución de la Ciudad.
Art. 4º – Comuníquese, etc.

Fundamentos

Sra. Presidenta:

El presente proyecto de ley se ajusta a lo prescripto en la Ley 83, la Constitución de la Ciudad, así como en los artículos 14, 22, 29 y 36 de la Constitución Nacional; la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto de San José de Costa Rica , el Pacto Internacional de los Derechos Económicos Sociales y Culturales, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención sobre la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, y la Convención sobre los Derechos del Niño, todos ellos de raigambre constitucional.

Por otra parte, en la causa “Stegemann, Hansel c/GCBA s/Amparo (art.14º CCABA)”, en agosto de 2010, la Jueza Elena Liberatore, del Juzgado en lo Contencioso Administrativo y Tributario Nº 4 de la Ciudad, ordenó a esta Legislatura “cambiar la denominación de todas las calles y lugares públicos que remitan a funcionarios de gobiernos de facto”. Es un claro rechazo a políticas gubernamentales inconstitucionales que contradicen los principios de los derechos humanos, en un importante precedente para la afirmación de las garantías adoptadas por nuestro país mediante los tratados internacionales arriba mencionados. En esa perspectiva, entendemos que no corresponde seguir reivindicando en nuestras calles, plazas y monumentos a figuras que hayan usurpado ilegítimamente el poder o causado masacres a nuestro pueblo.

Es el caso de Julio Argentino Roca. Su monumento, obra del escultor José Luis Zorrilla de San Martín, fue inaugurado el 19 de octubre de 1941 -en plena década infame -, bajo la presidencia de Roberto Ortiz. Su cima está coronada por una escultura ecuestre, en bronce. Su pedestal está revestido de granito rojo pulido, con sendas figuras alegóricas que representan a la Patria y al Trabajo. Triste ironía la de aludir al trabajo para sostener la estatua de quien fuera un masacrador de pueblos originarios y también de trabajadores.

Existen razones institucionales, culturales e históricas por las cuales consideramos que el monumento a Roca debe ser quitado y trasladado, y en su lugar emplazar una estatua de homenaje a nuestros pueblos originarios. En ese sentido, precisamente, desde hace algunos años está en curso un proyecto participativo a cargo del artista plástico Andrés Zerneri.

Además de lo dicho más arriba, reproducimos en parte los fundamentos del proyecto presentado bajo el Expte. Nº 494-D-07 por los diputados Héctor Bidonde y Sergio Molina y vuelto a presentar bajo Expte. Nº 282-D-2010 por el diputado Fabio Basteiro:

Más allá del valor artístico de una estatua, creemos que el arte no es neutro, y que el monumento al general Roca no es un retrato aséptico del genocida-presidente, sino que tiene un contenido didáctico que muestra sólo una cara de la historia, silenciando la historia desconocida de aquellos que sufrieron por culpa de las acciones de dicho militar.

Al solicitar se traslade la estatua de Roca del centro de Buenos Aires a la estancia “La Larga” perseguimos una cuestión fundamental de ética. Estos territorios están situados en Daireaux, Provincia de Buenos Aires, campos que recibió Julio Argentino Roca como pago por su accionar en la llamada Conquista del Desierto, por parte del gobierno nacional. La forma belicista y genocida en que se exterminó al habitante de nuestras pampas, mediante el rémington, las torturas, y el reducirlo a un estado de esclavitud, como a sus mujeres y sus hijos, se nos aparece como un método de una brutalidad inusitada que hace recordar al trato que se les dio a los habitantes originarios durante la conquista española, o al tratamiento que les dieron Gran Bretaña, Holanda, Portugal y otros países europeos a los africanos.

Finalmente, la democracia argentina ha reconocido a los descendientes de los pueblos que vivían en nuestro territorio antes de la conquista europea, con sus plenos derechos ciudadanos. Es un insulto pues, para esos pueblos y para el conjunto de la población, seguir manteniendo en un lugar tan céntrico -a pocos metros de la Plaza de Mayo y de la Casa Rosada-, a la estatua de quien buscó exterminarlos y les quitó su hábitat. Debemos tener en cuenta, además, que de acuerdo a un estudio antropológico se ha comprobado que más de la mitad de la población argentina tiene ascendencia de esos pueblos originarios. El criollo por excelencia tiene esa sangre, casi siempre proveniente de mujeres de esos pueblos. Seguir rindiendo culto a ese general que, en todos sus discursos alusivos se refirió con palabras de enorme desprecio a los que él llamaba enemigos, es burlarse de los pueblos que originalmente habitaron las tierras luego llamadas argentinas. Roca se repite siempre llamando salvajes y bárbaros a los ranqueles, mapuches, pehuenches, tehuelches, pampas y otros pueblos. Y además, se precia de su aniquilamiento. En los documentos de época está escrito reiteradamente este racismo, despojado de toda consideración hacia nuestros primeros habitantes, mientras otros contemporáneos se refirieron con admiración a las cualidades que presentaban esos seres humanos.

Los argentinos tenemos el deber de una profunda autocrítica con respecto a las políticas de exterminio y de carácter racistas que durante siglos se llevaron a cabo contra esos habitantes originarios. Uno de ellos es quitar del centro de nuestra Ciudad y capital federal del país ese monumento y no destruirlo porque a la historia, por más nefasta que sea, no se la debe destruir o ignorar. Y nuestra propuesta es, como decíamos al principio, trasladarlo a los campos que recibió como “premio” por su campaña, nada honesta por cierto.

Comparamos y decimos que mientras San Martín siempre habló de nuestros paisanos los indios, Roca se expresó con total desprecio tildándolos de salvajes o bárbaros. Emplea esas palabras hasta en su alocución ante el Congreso de la Nación cuando da cuenta de su expedición. Ya Avellaneda, en su presidencia, en el decreto por el cual ordena la campaña contra el indio pone esas palabras que denotan racismo y desprecio contra esa parte de la población de nuestro país. El 5 de octubre de 1878 se sancionó la ley 947, que autorizaba al Poder Ejecutivo Nacional a invertir hasta 1.600.000 pesos fuertes para concretar el corrimiento de la frontera a la margen izquierda de los ríos Neuquén y Río Negro “previo sometimiento o desalojo de los indios bárbaros de la Pampa, desde el río quinto y el Diamante hasta los dos ríos mencionados”. Eso se pagaría “a través del producido de las tierras públicas nacionales que se conquisten”. Es decir, la conquista de esas tierras pobladas por los pueblos originarios fue financiada por los estancieros del norte bonaerense, encabezados por el titular de la Sociedad Rural, Martínez de Hoz, apellido conocido no precisamente para la democracia argentina. Se emitieron 4.000 títulos públicos con un valor nominal inicial de 400 pesos cada uno. Cada título daba derecho a la propiedad de una legua de tierra (2.500 hectáreas) en los territorios por conquistarse y otorgaba una renta en efectivo del seis por ciento anual hasta que se hiciera efectiva la posesión de la propiedad. El empréstito implicaba la venta de 4.000 leguas (10 millones de hectáreas ubicadas entre las líneas de frontera y los ríos Negro y Neuquén).

Para dejar en claro la mentalidad racista y egoísta de la campaña de Roca, basta leer el siguiente artículo del diario La Prensa del 16 de octubre de 1878, que representa el modo de pensar de la alta sociedad argentina, de los altos jefes del ejército y de los políticos del poder. Dice así: “La conquista es santa; porque el conquistador es el Bien y el conquistado, el Mal. Siendo Santa la conquista de la Pampa, carguémosle a ella los gastos que demanda, ejercitando el derecho legítimo del conquistador”.

 I. El racismo

La crueldad salía a la superficie en una sociedad criolla europeizada, profundamente racista. El pensador Juan Bautista Alberdi -uno de los padres de la Constitución Nacional- escribió: “No conozco personas distinguidas de nuestras sociedades que lleve apellido pehuenche o araucano. ¿O acaso alguien conoce a algún caballero que se enorgullezca de ser indio? ¿Quién de nosotros acaso casaría a su hermana o a su hija con un indio de la Araucania? Preferiría mil veces a un zapatero inglés”.1

El habitante natural fue cazado como un animal salvaje. Zeballos, escritor de los vencedores, escribía poco después, con orgullo: “El rémington les ha enseñado a los salvajes que un batallón de la república puede pasear por la pampa entera, dejando el campo sembrado de cadáveres”.2

El diario La Tribuna, de Buenos Aires, del 1º de junio de 1879, aconsejaba: “Para acabar con los restos de las que fueron poderosas tribus, ladrones audaces, enjambre de lanzas, amenaza perpetua para la civilización, no se necesita ya otra táctica que la que los cazadores europeos emplean contra el jabalí. Mejor dicho contra el ciervo. Porque el indio es ya sólo un ciervo disparador y jadeante. Es preciso no tenerles lástima.”

Y, en 1878, Estanislao Zeballos proponía “quitarles el caballo y la lanza y obligarlos a cultivar la tierra, con el rémington al pecho diariamente: he aquí el único medio de resolver con éxito el problema social que entraña la sumisión de esos bandidos”. Califica a los indígenas de “bandas de ladrones corrompidos” y de “vándalos”. Se regocija de que “felizmente el día de hacer pesar sobre ellos la mano de hierro del poder de la Nación se acerca” y propone: “Los salvajes deben ser tratados con implacable rigor porque esos bandidos incorregibles mueren en su ley y solamente se doblan al hierro”.3

Por su parte, el doctor Ricardo Caillet-Bois, profesor de la universidad y de la Escuela Superior de Guerra escribe: “Olvidamos fácilmente, que hasta ayer el país tuvo que cuidar dos fronteras: la internacional y la línea siempre movediza y nunca respetada que separaba la zona civilizada de aquella en la cual era rey y señor el bárbaro del desierto”.4

Basta por ejemplo leer este párrafo del libro de Juan Carlos Walther, profesor del Colegio Militar de la Nación, para darnos cuenta de “la perversión de los conceptos y del fiel seguimiento de la línea de la cruz y la espada”, heredada desde los tiempos de la conquista. “La conquista del desierto -dice- no fue una acción indiscriminada ni despiadada contra el indio aborigen de nuestras pampas. A la inversa, la conquista del desierto se efectuó contra el indio rebelde, reacio a los reiterados y generosos ofrecimientos de las autoridades, deseosas de incorporarlos a la vida civilizada, para que como tal conviviera junto a los demás pobladores, pacíficamente, y así dejará de una vez de ser bárbaro y salvaje, asimilándose a los usos y costumbre de los demás argentinos”. Tiene el mismo tono del famoso Requerimiento, la intimación en idioma español que se hizo en la conquista a los indígenas que no acataban la dominación española y la fe católica… y que por supuesto no comprendían dicha lengua.

En otro párrafo, el coronel Walther expresa: “Esa cruenta y muy ignorada epopeya demandó privaciones, penurias y muertes heroicas de muchos de los expedicionarios, quienes, las más de las veces, regaron con su generosa sangre las tierras recorridas para que fueran libres, o dejaron sus huesos como jalones del progreso frente a esa lucha frente a un indio rudo, altivo y salvaje, que dominado por un atávico espíritu de libertad –propio del medio en que vivía- tarde le hizo comprender que la misma no era un acto de guerra que buscaba su exterminio, sino, por el contrario, su objetivo era integrarlo al seno de la sociedad como un ser civilizado y que así viviera una paz constructiva”. Y prosigue el autor: “Pujantes ciudades que hoy exhiben con orgullo su progreso, fueron hasta no hace un siglo solitarios fortines de la frontera, en esa sangrienta puja de la civilización contra la barbarie que se cobija en el entonces misterioso y desconocido santuario del desierto”. Luego llega la sublimación cuando compara a los exterminadores de indios: “No hubo batallas de la resonancia de Maipú, Ituzaingó, Curupaity, pero los combates ocurridos evidenciaron, por su sangriento dramatismo, que los soldados de la Conquista del Desierto fueron dignos émulos de sus hermanos de armas de la Independencia”. Una perversa comparación: la eliminación del indio con la lucha de liberación. O esta otra frase: “Antes de la campaña subsistían ignominiosas fronteras internas señaladas por las chuzas del salvaje en el linde de ese vasto desierto que moraban”. Es decir, como los conquistadores hispanos, se arrogaban el derecho de propiedad de la tierra aunque ellos eran los verdaderos invasores. Es increíble la arrogancia con que éste historiador -y la casi absoluta mayoría del resto de los historiadores argentinos sobre este tema- describe la matanza exclusivamente desde su punto de vista. Da por sentado que el blanco tiene razón y derecho; el indio es el invasor, el usurpador. Que se describa la historia de acuerdo a los intereses y el pensamiento de la época, vaya y pase, pero que además se le quieran dar valores morales al crimen es ya inadmisible a 120 años de los hechos. Es que sigue en la misma tradición y convencimiento: el aborigen es el salvaje que tuvo que ser liberado con la cruz y la espada y que, si en el intento fuera exterminado, la culpa es de él “por su atávico espíritu de libertad”. De paso, la tierra fue para el blanco, mejor dicho, para la burguesía que estaba en ese momento en el poder.

Pero la mentalidad distorsionada por siglos de falsear valores éticos, lo lleva al profesor Walther a establecer fronteras y nacionalidades artificiales creadas por el blanco para denominar extranjero al indio. Dice así en el prólogo de su Conquista del Desierto: “Si agregamos que el extremo norte del país, gran parte de Santa Fe, Santiago del Estero y Chaco estaban en poder del belicoso indio aborigen, fácil es comprobar que la porción civilizada donde la nación hacía efectiva su soberanía era sólo un tercio de su territorio porque en el resto dominaban o se disputaban palmo a palmo, tribus salvajes con el agravante de que muchas de ellas no eran nativas de esas tierras, sino de la Araucania chilena”.5

La malicia y la ignorancia se dan de la mano en ese último párrafo: “no eran nativas esas tierras”. Para el blanco, para su mente aprovechada, el aborigen debía respetar las fronteras marcadas por la irracionalidad y el espíritu mezquino de quienes ni siquiera aprendieron a atesorar el sueño de Bolívar de la gran nación latinoamericana.

El militar prusiano Melchert propone al gobierno argentino el sometimiento definitivo del indio pero, además, aprovecharlo. Hacerlos soldados rasos de los propios ejércitos blancos para así tenerlos vigilados día y noche. Hacer de ellos siervos castrenses. Y convertirlos en lo que él llama cosacos americanos, es decir, tropas autónomas de represión.6

Es esclarecedora, sin duda, la frase siguiente escrita en 1975 por Walther, donde este representante del ejército heredero del que luchó contra el dominio español reconoce que el exterminio del indio es la continuación de la línea iniciada con la conquista del “nuevo continente”. Escribe Walther: “Este secular proceso, iniciado en los albores de la conquista hispánica, finalizó no hace un siglo -por 1885- en los lejanos confines patagónicos”.7 Es decir, las burguesías criollas habían proseguido la misma política hispánica de exterminio y le habían puesto su punto final en la Argentina.

II. Los antirracistas

La forma de operar, según Barros, era la siguiente: “El Gobierno manda entregar raciones a los indios, con el objeto de que vivan de ellas sin necesidad de robar. La imprevisión con que se procede a su entrega ha permitido que los encargados y los proveedores puedan abusar libremente. Vencido el plazo, la entrega no se hace; los indios esperan reclaman, van y vienen y nada consiguen, hasta que cansados y apurados por la necesidad convienen con el proveedor recibir el todo en dinero o una parte en dinero y otras en efectos. En dinero vienen a recibir apenas un 10% del valor de los artículos y éstos de tan mala calidad y tan escamoteados, que poco más o menos sufren la misma rebaja. Lo que no venden al proveedor lo entregan con igual desventaja a otros, en pago de tejidos u otros efectos que sobre esto les dan al fiado; y despojados así de este recurso, van luego a desquitarse en los intereses de los hacendados”8.

El planteo de Barros coincidía con una carta dirigida por los comerciantes de Azul a la mutual de los estancieros: “Los indios pampas de Catriel son más fáciles de civilizar rectamente y más dispuestos a recibir la alta educación cívica, que nuestras masas rurales y aun las urbanas mismas (…). Nos creemos autorizados para decir en todos los terrenos, desde el confidencial y privado hasta el público u oficial que los indios pampas serían a la fecha en que escribimos relativamente honrados, laboriosos y morales si nosotros, los hombres de la civilización, no hubiésemos sido tan malvados y corrompidos”.9

El propio Estanislao Zeballos reconocía a su manera que la actitud de “los blancos” era la causa de la reacción de los habitantes originarios: “Si por amor a mi patria no suprimiera algunas páginas enteras de la administración públicas en las fronteras y de la conducta de muchos comerciantes, se vería que algunos de los feroces alzamientos de los indios fueron la justa represalia de grandes felonías de los cristianos, que los trataban como a bestias y los robaban como si fueran idiotas”.10

Dice el Padre Birot, cura de Martín García: “El indio siente muchísimo cuando lo separan de sus hijos, de su mujer; porque en la pampa todos los sentimientos de su corazón están concentrados en la vida de familia”. Otro sacerdote digno, el padre Savino, que estaba a cargo de los prisioneros, se quejaba de la conducta poco cristiana de los civilizadores: “Es más fácil convertir a los indios de las fronteras que a los que tienen contacto con los cristianos, pues, los cristianos, salvo unos pocos, son de una moral que está muy lejos de ser cristiana. No quiero hacer mención de la perfidia, de la borrachera, de los robos, de los mismos asesinatos y de los escándalos de todo género de que los cristianos con quienes tratan, muy a menudo, les dan el triste ejemplo”.11

El padre salesiano Alberto Agostini brindaba este panorama: “El principal agente de la rápida extinción fue la persecución despiadada y sin tregua que les hicieron los estancieros, por medio de peones ovejeros quienes, estimulados y pagados por los patrones, los cazaban sin misericordia a tiros de Winchester o los envenenaban con estricnina, para que sus mandantes se quedaran con los campos primeramente ocupados por los aborígenes. Se llegó a pagar una libra esterlina por par de orejas de indios. Al aparecer con vida algunos desorejados, se cambió la oferta: una libra por par de testículo”.12

Un testigo de la época, el ingeniero Trevelot, opinaba: “Los indígenas han probado ser susceptibles de docilidad y disciplina. En lugar de masacrarlos para castigarlos sería mejor aprovechar esta cualidad actualmente enojosa. Se llegará a ello sin dificultades cuando se haga desaparecer ese ser moral que se llama tribu. Es un haz bien ligado y poco manejable. Rompiendo violentamente los lazos que estrechan los miembros unos con otros, separándolos de sus jefes, sólo se tendrá que tratar con individuos aislados, disgregados, sobre los cuales se podrá concretar la acción. Se sigue después de una razzia como la que nos ocupa, una costumbre cruel: los niños de una corta edad, si los padres han desaparecido, se entregan a diestra y siniestra. Las familias distinguidas de Buenos Aires buscan celosamente estos jóvenes esclavos para llamar las cosas por su nombre.”13

Por aquellos años Juan Bautista Alberdi ponía su cuota de lucidez y ampliaba el foco sobre otro de los verdaderos objetivos de la campaña: “La lucha contra el indio fue un pretexto de los gobiernos para armarse e imponerse a los descontentos. Los ejércitos no se empleaban mayormente contra el indio. Los indígenas apenas ocupan hoy la atención de una décima parte del ejército”.14

En la vereda de enfrente el autor del Martín Fierro decía: “Nosotros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio y menos de exterminarlos. La civilización sólo puede dar los derechos que se deriven de ella misma. La sociedad no hace de los gobiernos agentes de comercio, ni los faculta para labrar colosales riquezas, lanzándolos en las especulaciones atrevidas del crédito. La sociedad no podría delegar, sin suicidarse, semejantes funciones, que son el resorte de su actividad y de su iniciativa”15

III. La explotación de los soldados

El ex comandante de fronteras Álvaro Barros denunció en el parlamento nacional, en 1876, la malversación de fondos del presupuesto de defensa en estos términos: “El ejército argentino, siendo uno de los más deficientes y atrasados, es el más caro del mundo (…). El resultado económico de este desorden es notable. Mientras que el soldado alemán cuesta 199 pesos fuertes por año y el francés 189, el argentino cuesta 521 y mucho más en tiempo de guerra, y sufre como ninguno y en todo tiempo, todo género de necesidades y miserias”.16Y cita una arenga del coronel Nicolás Levalle a las tropas de fronteras estacionadas en Guaminí, publicada el 30 de junio de 1876 por el diario Eco del Azul: “No tenemos yerba, no tenemos tabaco, no tenemos azúcar, en fin estamos en la última miseria”. Y sigue Barros leyendo la crónica del periodista del diario sobre el estado de la tropa: “Imagínese usted a un soldado mal vestido, caso desnudo, al raso completamente, en medio de los rigores de un invierno harto cruel, sin lumbre que calentara sus miembros ateridos, y más que todo sin el alimento necesario a la conservación de sus fuerzas, imagínese todo esto digo, y tendrá una idea más o menos exacta de lo que acá se ha sufrido”.17

Y no sólo estaban los soldados sino también sus mujeres, las cuarteleras. Así describe su vida el comandante Manuel Prado: “En aquellas época, las mujeres de la tropa eran consideradas como “fuerza efectiva” de los cuerpos. Se les daba racionamiento y, en cambio, se les imponían obligaciones: lavaban la ropa de los enfermos, y cuando la división tenía que marchar de un punto a otro, arreaban las caballadas. Había algunas mujeres -como la del sargento Gallo-, que rivalizaban con los milicos más diestros en el arte de amansar un potro y de bolear un avestruz. Eran todas la alegría del campamento y el señuelo que contenía en gran parte las deserciones. Sin esas mujeres, la existencia hubiera sido imposible. Las pobres impedían el desbande de los cuerpos”.18

José Hernández dejó en nuestro poema nacional un testimonio demoledor sobre las condiciones de vida del soldado de frontera:

¡Y qué indio ni qué servicio!
no teníamos ni cuartel
Nos mandaba el coronel
a trabajar en sus chacras,
y dejábamos las vacas
que las llevara el infiel…
Daban entonces las armas
pa defender los cantones,
que eran lanzas y latones
con ataduras de tiento…
Las de juego ni las cuento
porque no había municiones.
Y un sargento chamuscao
me contó que las tenían,
pero que ellos las vendían
para cazar avestruces;
y ansí andaban noche y día
dele bala a los ñanduces.
Ah, ¡hijos de una!… La codicia
ojalá les ruempa el saco;
ni un pedazo de tabaco
le dan al pobre soldao
y lo tienen de delgao
más ligero que guanaco…
Yo he visto en esa milonga
muchos jefes con estancias,
y piones en abundancia,
y majadas y rodeos;
he visto negocios feos
a pesar de mi inorancia…
Tiene uno que soportar
el tratamiento más vil:
a palos en lo civil
y a sable en lo militar…
Y es necesario aguantar
el rigor de su destino;
el gaucho no es argentino
sino pa hacerlo matar.
Él nada gana en la paz
y es el primero en la guerra;
no le perdonan si yerra,
que no saben perdonar,
porque el gaucho en esta tierra
sólo sirve pa votar.”19

IV. La tierra

En Londres se hizo un homenaje gigantesco al general Roca. La crónica dirá: “Jamás los altos banqueros y comerciantes de Londres, en número tan grande y selecto han ofrecido a un hombre público extranjero iguales demostraciones de simpatía ni tributado a un país tan altos elogios como los que han hecho a la República Argentina.”20

Una comisión científica que acompañó a los “conquistadores” se daba plenamente por satisfecha con los resultados del genocidio: “Se trataba de conquistar un área de 15.000 leguas cuadradas ocupadas cuando menos por unas 15.000 almas, pues pasa de 14.000 el número de muertos y prisioneros que ha reportado la campaña. Se trataba de conquistarlas en el sentido más lato de la expresión. No era cuestión de recorrerlas y de dominar con gran aparato, pero transitoriamente, como lo había hecho la expedición del general Pacheco al Neuquén, el espacio que pisaban los cascos de los caballos del ejército y el círculo donde alcanzaban las balas de sus fusiles. Era necesario conquistar real y eficazmente esas 15.000 leguas, limpiarlas de indios de un modo tan absoluto, tan incuestionable que la más asustadiza de las asustadizas cosas del mundo, el capital destinado a vivificar las empresas de ganadería y agricultura, tuviera él mismo que tributar homenaje a la evidencia, que no experimentase recelo en lanzarse sobre las huellas del ejército expedicionario y sellar la toma de posesión por el hombre civilizado de tan dilatadas comarcas.

“Y eran tan eficaces los nuevos principios de guerra fronteriza que habían dictado estas medidas, que hemos asistido a un espectáculo inesperado. Esas maniobras preliminares, que no eran sino la preparación de la campaña, fueron en el acto decisivas. Quebraron el poder de los indios de un modo tan completo, que la expedición al río Negro se encontró casi hecha antes de ser principiada. No hubo una sola de esas columnas de exploración que no volviese con una tribu entera prisionera, y cuando llegó el momento señalado para el golpe final, no existían en toda la Pampa central sino grupos de fugitivos sin cohesión y sin jefes.

“Es evidente que en una gran parte de las llanuras recién abiertas al trabajo humano, la naturaleza no lo ha hecho todo, y que el arte y la ciencia deben intervenir en su cultivo, como han tenido parte en su conquista. Pero se debe considerar, por una parte, que los esfuerzos que habría que hacer para transformar estos campos en valiosos elementos de riqueza y de progreso, no están fuera de proporción con las aspiraciones de una raza joven y emprendedora; por otra parte, que la superioridad intelectual, la actividad y la ilustración, que ensanchan los horizontes del porvenir y hacen brotar nuevas fuentes de producción contra la humanidad, son los mejores títulos para el dominio de las tierras nuevas. Precisamente al amparo de estos principios, se han quitado éstas a la raza estéril que las ocupaba.”21

“La ley de remate público del 3 de diciembre de 1882 otorgó 5.473.033 de hectáreas a los especuladores. Otra ley, la 1.552 llamada con el irónico nombre de “derechos posesorios”, adjudicó 820.305 hectáreas a 150 propietarios. La ley de “premios militares” del 5 de septiembre de 1885, entregó a 541 oficiales superiores del Ejército Argentino 4.679.510 hectáreas en las actuales provincias de La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut y Tierra del Fuego. La cereza de la torta llegó en 1887: una ley especial del Congreso de la Nación premió al general Roca con otras 15.000 hectáreas.

“Si hacemos números, tendremos este balance:

La llamada ‘conquista del desierto’ sirvió para que entre 1876 y 1903, es decir, en 27 años, el estado regalase o vendiese por moneditas 41.787.023 hectáreas a 1.843 terratenientes vinculados estrechamente por lazos económicos y/o familiares a los diferentes gobiernos que se sucedieron en aquél período.

Sesenta y siete propietarios pasaron a ser dueños de 6.062.000 hectáreas.

Entre ellos se destacaban 24 familias ‘patricias’ que recibieron parcelas que oscilaban entre las 200.000 hectáreas de los Luro a las 2.500.000 obtenidas por los Martínez de Hoz.

Como señala Jacinto Oddone, la concentración de la propiedad se fue acentuando y ‘hacia la década del 20 en el presente siglo [el XX], concluido ya el proceso de formación de la propiedad rural, solamente cincuenta familias eran propietarias de más de 4 millones de hectáreas en la provincia de Buenos Aires’.”22

V. Final de fiesta

Es que la guerra contra el “salvaje” se hizo sin piedad. El comandante Prado informa que a los indios que se tomaban prisioneros se los estaqueaba y torturaba atrozmente, mutilándolos o descoyuntándolos para que informaran. El general Roca escribió: “La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruida”. Y finalmente informará al Congreso: “El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero.”23

Pero la sociedad argentina trataba de convencerse a sí misma de que había hecho una buena obra. Un año después, el coronel Barbará expresaba: “Los indios hoy ya han perdido la fisonomía salvaje. La reacción se ha operado hasta en su físico. Las indias visten a la usanza del país y los niños han dejado el chamal o chiripá y visten pantalón, saco y gorra. Honor al gobierno y al pueblo argentino por esta hermosa conquista de la humanidad y civilización.”

Los ganadores se quedaron con las tierras. El general Roca mismo recibió 15 mil hectáreas como botín de guerra. Hubo campos para los otros generales y oficiales y para los estancieros y comerciantes que habían financiado la matanza.

El comandante Prado, uno de los protagonistas de la campaña escribirá más tarde, desengañado: “Al ver después despilfarrada la tierra pública, comercializada en concesiones fabulosas de treinta y más leguas, daban ganas de maldecir la conquista lamentando que las tierras no se hallasen aun en manos de los caciques Renque Curá o Saihueque”.

Las familias de los caciques Inacayal, Follel y otros jefes indígenas fueron llevadas prisioneras al Tigre. De allí a Inacayal y a Follel se lo llevó al museo de La Plata. Los exhibían a la europea para que la población tuviera oportunidad de ver cómo eran los salvajes. Inacayal, quien nunca perdió su altivez, solía decir: “Yo jefe, hijo de esta tierra, blancos ladrones, matar a mis hermanos robar mis caballos y la tierra que me ha visto nacer. Ahora prisionero…desdichado.”

Y también se hará oír la voz de la iglesia por intermedio de monseñor Fagnano: “Dios en su infinita misericordia ha proporcionado a estos indios un medio eficacísimo para redimirse de la barbarie y salvar sus almas: el trabajo, y sobre todo la religión, que los saca del embrutecimiento en que se encontraban.”

La Sociedad Rural, hoy aún todopoderosa organización de terratenientes, se dirigió ya en 1870 al gobierno instando a una más severa represión de los “indios salvajes”. Encabezaban esa lista el estanciero José Martínez de Hoz y le siguen apellidos que hoy continúan perteneciendo a la élite de latifundistas: Amadeo, Leloir, Temperley, Atucha, Ramos Mejía, Llavallol, Unzué, Miguens, Terrero, Arana, Casares, Señorans, Martín y Omar, Real de Azúa.24

Desde el puerto los vencidos fueron trasladados al campo de concentración montado en la isla Martín García. Desde allí fueron embarcados nuevamente y “depositados” en el Hotel de Inmigrantes, donde la clase dirigente de la época se dispuso a repartirse el botín, según lo cuenta el diario El Nacional que titulaba “Entrega de indios”: “Los miércoles y los viernes se efectuará la entrega de indios y chinas a las familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia.”25

Un grupo selecto de hombres, mujeres y niños prisioneros fue obligado a desfilar encadenado por las calles de Buenos Aires rumbo al puerto. Para evitar el escarnio, un grupo de militantes anarquistas irrumpió en el desfile al grito de “dignos”, “los bárbaros son los que les pusieron las cadenas”, prorrumpieron en un emocionado aplauso a los prisioneros que logró opacar el clima festivo y “patriótico” que se le quería imponer a aquel siniestro y vergonzoso “desfile de la victoria”.26

Los indios que se salvaron de la matanza fueron enviados a trabajar a los cañaverales del Norte, para los dueños y señores del azúcar, en condiciones de absoluta explotación, o a servir durante seis años en el ejército y la marina. Las mujeres indias fueron repartidas entre las familias aristocráticas como sirvientas y los niños dados en adopción. El Nacional informa: “Llegan los indios prisioneros con sus familias. La desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres sus hijos para en su presencia regalarlos a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano, unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra el seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante para defender a su familia de los avances de la civilización.”27

VI. La represión obrera

Con respecto a la represión, Julio Argentino Roca fue uno de los más crueles perseguidores del movimiento obrero. No se puede culpar a los trabajadores de hacer “huelgas injustas” o “manifestaciones violentas”. La Ley de Residencia Nº 4.144 fue uno de los dispositivos estatales más crueles de nuestra historia. Se expulsaba del país a los obreros “que perturbaran el orden público”. Pero las consecuencias eran aún más crueles ya que a la mujer y los hijos se los dejaba aquí, de tal manera que quedaban por lo general sin sustento y en la mayoría de los casos esos hogares quedaron destrozados para siempre. La solidaridad obrera fue la única capaz de resolver el problema económico de esas familias, ya que los trabajadores daban parte de sus jornales para las familias de los expulsados. Las publicaciones de época que nos hablan de la crueldad y el cinismo de los que aprobaron esta ley -redactada por Miguel Cané- llenan tomos.

Vamos a citar nada menos que al diario conservador La Prensa del 6 de mayo de 1903: “Afirma el Presidente en su mensaje que el Gobierno aplicó con la mayor moderación el estado de sitio y la ley de extrañamiento, cuando los hechos que son de notoriedad pública deponen que esas medidas fueron en sus manos instrumentos de terror, que la policía esgrimió, en cumplimiento de órdenes superiores, con la arbitrariedad más extremada; cuando se impidió en absoluto el ejercicio del recurso del hábeas corpus, garantía suprema de la libertad individual, y se sustrajo de la jurisdicción de los jueces establecidos por la Constitución a los que eran objeto de las persecuciones gubernamentales; cuando se probó en repetidas ocasiones que los expulsados eran hombres tranquilos y laboriosos, arraigados de largos años en el país, padres de hijos argentinos, y a pesar de todo se les arrancó de sus hogares y se condenó a sus familias a la más espantosa miseria, cuando muchos de los que sufrieron los rigores de esa ley de excepción acreditaron, al llegar a los puntos de destino, que habían sido víctimas de una negra injusticia, y sus clamores provocaron en todos los países cultos un movimiento universal de protesta; y cuando la crueldad y las arbitrariedades llegaron a tala extremo que los mismos órganos oficiales hubieron de reconocer que la ley adolecía de defectos , que convenía corregir, para cohonestar de esta suerte el uso apasionado y violento que se había hecho de sus disposiciones draconianas”.

Citamos nada menos que a La Prensa, no a La Protesta. Que después de este párrafo del diario La Prensa haya todavía historiadores que ven a Roca como un gran político da la pauta del pensamiento de ellos. Analícese cada párrafo de este editorial para llegar a la conclusión de que mantener esa estatua es un insulto a todos los obreros que fueron sacrificados de esa manera por reclamar por sus derechos. Porque a esto hay que agregar la crueldad de las represiones ordenadas por Roca contra las manifestaciones y las huelgas obreras. En 1902, ante la primera huelga general, establecerá nada menos que el estado de sitio, para disponer por encima de todas las leyes y las disposiciones constitucionales, el hizo uso de la fuerza represiva. Y en 1904, el 1º de mayo, en el día del trabajador ordenará reprimir con toda violencia la clásica marcha obrera, ocasionando la policía la muerte del primer mártir del movimiento trabajador argentino: el marinero Juan Ocampo, de 18 años de edad. Por eso, mantener este monumento al represor es un insulto también al movimiento obrero argentino y a sus héroes.

Como vemos, el delirio militarista del general Roca llevó hasta el extremo el desprecio por la vida humana. No hay grandes obras públicas ni localismos trasnochados que justifiquen que semejante personaje siga ocupando su sitial vigilante en el centro de nuestra Ciudad. En las tierras pagadas con sangre y en compañía de sus descendientes estaría mucho mejor.


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